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¿FIN DEL MUNDO?

Mi primera teoría sobre el fin del mundo está influida en gran medida por mis creencias personales acerca de nuestra sociedad. Sostengo que, dentro de algunos años, la humanidad despertará del letargo y se dará cuenta del sistema al que está sometida. No hablo de un despertar físico, sino espiritual, una especie de sacudida colectiva del alma. Puede que suene dramático, pero necesito dar un poco de contexto.


Con esta teoría intento cuestionar los valores que se nos imponen desde que respiramos por primera vez, esas estructuras invisibles que aceptamos como verdades absolutas solo porque siempre han estado ahí. Hablamos todo el tiempo de extraterrestres y de mundos lejanos, pero, seamos sinceros, ¿quién querría visitar un planeta donde la gente se odia por el color de la piel o por el pedazo de tierra en el que nació?


Si ese despertar llegara a ocurrir, los seres humanos entenderían que la verdadera esencia de la vida está lejos de lo material. Descubrirían que nuestro día a día es apenas una ilusión bien montada, una distracción que nos aleja del propósito real de existir. Durante milenios hemos reprimido la parte espiritual del ser humano, tratando de encerrar todo dentro del marco rígido de la ciencia. Y aunque la ciencia es una herramienta poderosa, no puede explicarlo todo. No somos máquinas sin alma; somos algo más, algo que trasciende lo visible.


En algún momento daremos ese paso. Nos rebelaremos contra la banalidad del dinero y contra la fragilidad del sistema que hemos construido sobre papel y miedo. Pero ese despertar podría traer consigo un caos total. Las estructuras que hoy sostienen a la sociedad, como los bancos, los gobiernos, las escuelas, los juzgados o los empleos, se derrumbarían de inmediato. No habría más verdades parciales, solo una verdad absoluta. Y todos, sin excepción, compartiríamos un mismo enemigo: cualquiera que busque dañar a la especie.


Las máscaras caerían. Podríamos ver a través de las mentiras como si tuviéramos rayos X. Tal vez el bien común y la esperanza se convertirían en el nuevo norte, pero también habría quienes se negarían a soltar sus tronos de papel maché. Algunos no querrían aceptar que todos somos parte del mismo dibujo, separados apenas por una ilusión que nosotros mismos alimentamos día tras día.


Por eso quizá este despertar intelectual y espiritual traería más turbulencia que paz. Los que no quisieran avanzar se aferrarían al viejo mundo, y a veces basta un solo peón mal colocado para que toda la partida se pierda.


Tal vez todo termine en un desastre nuclear o en una guerra como nunca antes. Y si eso llegara a suceder, no estoy seguro de que la humanidad esté realmente lista para dar un salto tan grande.


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Mi segunda teoría hace referencia a algo más factible y tangible. Todos conocemos las armas nucleares. Convivimos cada día con la idea de que existen países capaces de destruir a medio mundo con solo presionar un botón. Para ser sinceros, hay mucha más burocracia detrás de esto: no puede suceder de la noche a la mañana, porque hay intermediarios, protocolos y capas de defensa nacional que hacen que todo sea un proceso lento y calculado.


Dicho esto, puedo empezar con mi teoría. No creo que los gobiernos lleguen a ser reemplazados por inteligencia artificial, pero ya es evidente que muchas empresas la utilizan. Y su uso no está exento de problemas: en ocasiones, la inteligencia artificial entorpece procesos administrativos porque prioriza la eficiencia y el bien común del sistema por encima de las particularidades humanas. Hace poco escuché el caso de una IA que, con tal de cumplir su objetivo, terminó enviando correos masivos a distintas sedes de una empresa, provocando caos y confusión entre los trabajadores.


Aquí surgen dos ideas peligrosas: un gobierno automatizado y una inteligencia artificial dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de no “morir”. La situación actual ya es suficientemente turbia como para imaginar escenarios peores. Pero imaginar tiene poder, y los humanos tenemos la extraña costumbre de materializar lo que imaginamos. ¿Cuántas películas futuristas no se parecen hoy a la realidad?


Usamos las armas nucleares como método de disuasión. Un país sin ellas siempre teme al que sí las posee. Ahora bien, imagina que en medio de estas tensiones, durante un trámite o una amenaza, ocurriera un error y termináramos en una situación digna de Doctor Strangelove. La película nos muestra una máquina de represalia mundial diseñada para destruir a la humanidad si detecta cualquier ataque nuclear, con el objetivo de disuadir a todos los países de usar estas armas. El detalle es que la máquina no puede desactivarse, porque entonces perdería su valor como amenaza. Y el problema es que, como toda máquina, puede activarse por error.


Ahí está lo inquietante: los errores humanos, esos detalles mínimos como un código mal introducido, una palabra equivocada, un número mal escrito o una palanca mal encajada, podrían ser lo que nos salve o lo que nos condene.


Al final de la película se menciona un refugio con cien mil supervivientes, pero siendo honestos, somos demasiado disfuncionales como especie para que eso funcione realmente. Aun así, no quiero alimentar ideas tan radicales. Aún tengo esperanza en el alma humana. Mejor dejar de preocuparme y, como decía Kubrick, aprender a amar a la bomba.

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